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Arthur, J. & Fernández, V. (2023). En vista del fin excelente: la educación del carácter en las universidades [In view of the excellent goal: Character education in universities]. Aula Magna Proyecto Clave McGraw Hill. 234 pp.

Resumen

En esta obra, se muestra y cuestiona la importancia transcendental de las universidades en la formación de los alumnos. Sus autores nos ayudan a reflexionar sobre el protagonismo de los educadores en la formación del carácter de los jóvenes en el ámbito universitario y sobre cómo, a través de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad, se puede alcanzar el florecimiento humano. Destaca el carácter profundamente práctico de esta obra, que, además de meditar sobre estos temas, aporta y describe medidas concretas que pueden servir de gran inspiración a los centros de enseñanza superior.

En el primer capítulo, se cuestiona la influencia de las universidades en el florecimiento de los alumnos. No solo deben enseñar virtudes morales, sino también cómo ponerlas en práctica para lograr que los estudiantes lleguen a ser personas, ciudadanos, profesionales que contribuyan al bien de la sociedad. Como indican los autores, «hay un gran abismo entre el saber y el hacer» (p. 29). Los seres humanos necesitamos la información, pero, para alcanzar una vida lograda, debemos poner en práctica las virtudes morales a través del entendimiento y de la prudencia. Esta última, entendida como sabiduría práctica (phronesis), desempeña un papel fundamental, ya que representa la capacidad de actuar y de decidir qué es lo mejor en cada momento. Sin embargo, se observa cómo las universidades, si bien son conscientes de que la educación que imparten influye en el carácter de los jóvenes, se centran en conocimientos y competencias de carácter económico o profesionales. Es decir, han tomado cierto cariz mercantilista: sus profesores ofrecen conocimientos (producto) y los alumnos parecen no querer más que la acreditación para seguir su carrera. Los autores abogan por el papel fundamental de las universidades en la formación del carácter, que es lo suficientemente importante como para dejarlo al azar. Las universidades deben encarnar valores y animar a sus estudiantes a plantearse una vida comprometida. En concreto, la educación del carácter en una universidad católica debe estar inspirada por el fundamento doctrinal y guiar lo que hace y lo que enseña. Una universidad no es católica por el nombre ni porque enseñe doctrina de la Iglesia; lo que hace de verdad que sea católica es el uso de la razón en todas las facetas de la vida universitaria, en cómo se buscan la verdad y el amor.

El capítulo segundo versa sobre la educación del carácter en España. Es llamativo que, en dicho país, no ha calado la corriente de los países anglosajones de incorporar la formación del carácter, las virtudes morales, en proyectos educativos escolares y en universidades. Una de las posibles razones es el marco legislativo. Desde la promulgación de la LOECE en 1980 hasta hoy con la LOMLOE, se han aprobado ocho leyes y reformas educativas. Los autores, al hablar de los nuevos retos de las universidades españolas, propugnan con acierto que la ética, los valores y las virtudes son el principio del progreso. Por ello, debe proponerse un modelo que contribuya a forjar el carácter y la identidad de las personas, de forma que nuestros jóvenes puedan «llegar a ser alguien y no solo lleguen a saber hacer algo» (p. 45).

En el tercer capítulo, exponen una síntesis del documento Character education in the universities: A framework for flourishing [Educación del carácter en las universida- des: un marco para el florecimiento], del Jubilee Centre for Character and Virtues y el Oxford Character Project, cuya finalidad es mostrar a las universidades la forma de articular y estructurar su misión para facilitar el florecimiento de los alumnos y el desarrollo holístico del carácter. Las universidades, se lo propongan o no, configuran el carácter de sus alumnos. Una buena educación en los estudios superiores no solo forma para hacer o acceder a un buen puesto de trabajo, sino que también debe influir en lo que se van a convertir y en cómo pueden aportar a la sociedad. Para ello, la educación del carácter debe permear la vida universitaria: la cultura, la enseñanza, la investigación, las actividades extracurriculares, los servicios de orientación profesional, las admisiones, etc. En cada uno de estos puntos, los autores, de forma acertada, proponen ideas que invitan a la reflexión y a plantear acciones de mejora. Junto a ello, se definen medidas concretas para que todo el personal de la universidad contribuya a poner en práctica este marco para el florecimiento.

Estrechamente ligado con lo anterior, en el capítulo cuarto, se habla de la necesidad de enseñar una ética profesional. Esta no debe basarse en códigos deontológicos o de conducta ni en el uso de modelos para la toma de decisiones. No. Es necesario incorporar una práctica profesional en su totalidad, intrínsecamente moral, que incluya un concepto de responsabilidad que inspire las respuestas de cada cual conforme al bien. Abogan los autores por sustituir el concepto carrera profesional por vocación profesional, en el que la persona se implica como tal en su ejercicio. Es en el trabajo también donde se va a mostrar el carácter de la persona, ya que el ser se plasmará en el hacer. La ética profesional no es evitar el mal; es mucho más ambiciosa: se trata de perseguir lo bueno.

Los capítulos quinto y sexto hablan de la vocación de educar y de la preparación de los profesores. La labor del maestro es fascinante. Se define como una vocación de servicio, que debe empezar por la transformación de uno mismo para llegar a ser un educador virtuoso. Exige servir a los demás a través de la entrega propia. La llamada a educar no es tanto hacer cosas como vivir por algo y para alguien. El maestro, por tanto, no es solo un transmisor de contenidos. El educador forma; con su mero estar, influye en el alumno, no puede ser neutral. Por eso, es fundamental que tenga un carácter bien formado, ya que nadie puede dar lo que no tiene. Así, quien se plantee ser profesor debe preguntarse si realmente está dispuesto y preparado para ello. Para aquellos que quieran adentrarse en la maravillosa labor educativa, los autores señalan cuatro elementos que deben hacer suyos: (i) ser magister; que se manifiesta en el autodominio de la conducta y en el conocimiento de la materia que imparte; (ii) la ministerialidad, pues el maestro debe volver interiormente a lo que fue para poder reconocer las necesidades de los que educa y practicar la empatía; (iii) ejercer de pedagogo, es decir, de custodio de aquellos que se le confían; (iv) actuar como mayeuta, cuestionar a los alumnos para que lleguen al conocimiento de la verdad. Estos cuatro elementos, sin duda, contribuirán a la preparación de los noveles, aunque es necesario tenerlos presentes a lo largo de toda la vida como docente.

Resulta de gran interés el estudio de la relación entre competencia y virtudes que realizan los autores en el capítulo séptimo. Tras varias definiciones de competencia, distinguen entre las competencias técnicas (conocimientos y habilidades de los ámbitos académico, científico y tecnológico) y las personales (capacidades cognitivas, interpersonales e intrapersonales). Para lograr una educación integral, es necesario que la persona alcance las técnicas y que, al ejercitarlas, desarrolle la acción ética. Más que a compartimentar la formación en competencias de la persona, se debe tender a una concepción integradora; es lo que los autores denominan personalización del proceso formativo. En este sentido, establecen la siguiente relación entre las competencias y las virtudes:

(i) Justicia como la disposición de la voluntad de dar a Dios y a los demás lo que le es debido, de forma que la verdad y la bondad se unen con la concepción interpersonal del alumno. Todas las competencias con dimensión social, de reflexión y evaluación de la toma de decisiones, deben estar inspiradas por la justicia.

(ii) Fortaleza o disposición firme y constante en la búsqueda del bien. Esta virtud debe fomentar las competencias de autocrítica y autoevaluación, la constancia y la paciencia para lograr una determinación firme de buscar el bien.

(iii) Templanza, que modera y asegura el equilibrio en el uso y la atracción de los bienes materiales. Tiene relación con las competencias de gestión del tiempo y el autoconocimiento.

Existe, no obstante, una virtud suprema, maestra: la prudencia. Como ha sido definida más arriba, esta guía y orienta las emociones, las intenciones y nuestro modo de obrar hacia lo bueno, al fin que uno quiere lograr. De esta forma, empuja o aleja los comportamientos para que sean útiles y estén dirigidos al fin. Como virtud maestra, ayuda a decidir cuándo aplicar una virtud u otra, o cuál tiene una mayor relevancia en un determinado momento. Discierne el bien y los medios para conseguirlo. Como corolario a este capítulo, los autores señalan la necesidad de que el profesor busque y ejercite estas cuatro virtudes.

Comienza el capítulo octavo con una gran verdad: «enseñamos lo que somos». La educación implica una relación. La forma de ser del educador influye más de lo que podemos creer, de ahí la transcendental importancia de lo señalado en los anteriores capítulos. En esa relación entre el educador y el educando, la libertad tiene una función especial. Educar puede entenderse como enseñar a ser libre, concebido como la capacidad de elegir y saber elegir del alumno. Para ello, es necesario integrar inteligencia y voluntad, funcionalidad y afectividad. Como consecuencia de lo anterior, se produce una distinción clave entre autoridad y autoritarismo, donde la primera ha degenerado, en parte porque se ha convertido en el segundo, mientras que este es una caricatura de la primera. La autoridad surge de la relación, de los afectos, del afán de pertenencia, pero no por la existencia de unas normas. Se puede decir que es la diferencia entre la auctoritas y la potestas. Es necesario que el profesor, a través de su vida virtuosa, de su estar en el aula, suscite en los alumnos el amor al bien y su realización.

En su último capítulo, el noveno, los autores muestran prácticas educativas que se han llevado a cabo en instituciones que han decidido poner el foco en una educación integral del alumno. Estas prácticas resultan de gran utilidad.

Consideramos este libro esencial para todas aquellas personas que experimentan la inmensa suerte de tener vocación (entendida como la explican magníficamente los autores) de enseñante. La forma en que se desgranan los conceptos y su utilidad práctica resultan muy reveladores. El profesor no puede ser un mero transmisor de contenidos; si fuese así ¿qué lo diferenciaría, por ejemplo, de un youtuber? Esta misma tesis está novelada de forma magistral en el libro La ventana, de Carmen Guaita, donde refleja a las mil maravillas la inmensa influencia que tienen los maestros sobre los jóvenes. Nunca podrán ser sustituidos por una máquina, porque, con su mero estar, influyen en el alumnado. Este libro resulta tremendamente inspirador para que esa influencia sea para el bien de los alumnos y para que los maestros logren ser mejores como personas y, por tanto, como docentes.

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