Resumen ampliado del artículo: "La transmisión de los contenidos culturales y su evaluación entre los fines del sistema educativo, según la LOMLOE"

Dr. José Luis GAVIRIA. Catedrático. Universidad Complutense de Madrid (josecho@ucm.es).
Dr. David REYERO. Profesor Titular. Universidad Complutense de Madrid (reyero@ucm.es).

 

Artículo completo: https://doi.org/10.22550/REP80-1-2022-06

 

En el presente artículo tratamos de determinar de qué manera, lo que tradicionalmente se conoce como los ‘resultados escolares’, está concebido en la ley de educación recientemente publicada, la LOMLOE.

Tratamos de contestar a dos preguntas: Primero, ¿cuáles son o deberían ser las preocupaciones principales del sistema educativo? Y segundo, ¿la evaluación de los resultados escolares es una preocupación principal del sistema educativo?

En el sistema educativo coexisten muchos objetivos personales y colectivos distintos. Biesta los resume en tres: ‘cualificación’, ‘socialización’ y ‘subjetivación’ (Biesta, 2004, 2009, 2020b). La cualificación tiene que ver con la adquisición de los recursos culturales necesarios para mantenernos en la existencia. La vida humana es una vida cultural que exige o requiere saber muchas cosas para poder comprenderla y luego actuar en ella.

La socialización tiene que ver con la interiorización de las reglas que permiten una vida pacífica y una cierta idea de bien común. Socializar no es únicamente vida común como la que pueden tener las abejas sino también un cierto aprendizaje de roles y de formas de participación en la vida pública.

Por último, la educación tiene que ver con el proceso de subjetivación. Aprendemos a ser en el mundo, y el modo de ser propio de una cultura que reconoce la individualidad tiene también unas exigencias.

Desde nuestro punto de vista, el principal objetivo de la escuela es y debe seguir siendo la transmisión, lo que podemos reconocer en el nombre de cualificación, por utilizar la terminología de Biesta. No porque los otros objetivos no sean importantes, sino porque el modo de lograr una mejor socialización o subjetivación, el modo propio de la escuela, es a través de la transmisión cultural. La escuela contribuye al desarrollo de los otros fines como el fruto indirecto de una manera de entender la transmisión de unos contenidos concretos que se transmiten.

En ese sentido, una escuela que no cumple con el papel que de ella se espera en la función cualificadora, tampoco puede cumplir con su limitado y concreto papel en la función subjetivadora, con la que tan estrechamente relacionada está, y como consecuencia fallaría también en su función socializadora. Un alumno que no puede ser algo concreto, no puede ser ‘él mismo’, ni puede ser ‘alguien’ en su entorno social.

Sin embargo, respecto de los contenidos curriculares, la ley se plantea como objetivo el desarrollo de competencias de alto nivel, sin prestar atención a los contenidos culturales concretos. Pero el saber experto no es el objetivo directo de la enseñanza, como quiere sentar la ley, sino el fruto de una práctica que empieza con cuestiones sencillas y bien definidas. Si buscamos desde el principio saber experto, competencias complejas obviando las mecanizaciones más elementales, no vamos a tener ni lo uno ni lo otro.

En cuanto a la segunda pregunta que nos planteábamos al comienzo de este artículo, «¿la transmisión y evaluación de los resultados escolares es una preocupación principal del sistema educativo?», su respuesta requiere el análisis de la ley. Qué medimos y cómo lo medimos marca de manera esencial el valor que damos a los contenidos educativos que forman parte del curriculum.

Una consecuencia de la fijación de la ley con las competencias es la ruptura de la relación de la educación con los contenidos culturales. Un ejemplo de esta ruptura podemos encontrarla en uno de los referentes que utiliza la ley en la determinación de los fines y contenidos de la educación: la prueba ‘Competencia global’ del programa PISA. Las preguntas y ejercicios que se plantean en la prueba mencionada no requieren ni tienen ninguna relación con los conocimientos culturales que se transmiten en la escuela. No es necesario saber más historia o más literatura para resolver mejor ninguna de esas situaciones. Toman sentido con este tipo de pruebas todos los intentos actuales por adelgazar el currículo, especialmente en el ámbito de las humanidades, ya que no vale, supuestamente, para resolver los problemas que la vida social o personal plantea. Esta renuncia priva al ser humano de las herramientas necesarias para poder interpretar la realidad social, le priva de herencia cultural y lo desarraiga (Bellamy 2018). Le deja al albur del pensamiento políticamente correcto de manera acrítica.

Esta ruptura con los contenidos produce en la ley una paradoja. Ésta surge cuando la ley, que se ha desembarazado de la relación entre contenidos culturales y competencia, y que, por eso, solo es capaz de definir los fines de la educación de manera abstracta, determina de una manera bastante explícita cómo hay que alcanzarlos. El modo de enseñar se ha convertido en el centro del proceso porque el modo contiene el fin personal.

Con respecto a la primera parte de esta afirmación, es decir, la indeterminación de los fines, tenemos lo que, por ejemplo, se dice en la ley en consonancia con las propuestas de la UNESCO: la educación debe desarrollar las capacidades de aprender a ser, aprender a saber, aprender a hacer y de aprender a convivir. En estas declaraciones lo importante es la capacidad de aprender, más que el hecho efectivo del aprendizaje. Importa más la capacidad de aprender a saber que el saber algo, la capacidad de aprender a hacer, antes que saber hacer algo. Y lo mismo con la convivencia. Parece que se produce una disociación entre el desarrollo de una capacidad y el contenido propio que esa capacidad permite poner en acción. Como si se pudiese aprender a hacer sin necesidad de hacer algo concreto.

Y en el otro extremo de los términos de esta paradoja tenemos, en la misma ley, una preocupación mayor sobre el cómo, que sobre el qué. Se pretende forzar a los agentes sociales a que persigan ciertos fines, el qué de la acción educativa, pero dado que ese qué está expresado de un modo indeterminado, parece muy importante entonces que lo que hagan lo hagan del modo específico que determina la ley. Esto queda claramente de manifiesto en la forma en que la ley aborda la cuestión de la coeducación o el Diseño Universal de Aprendizaje. La coeducación pasa de ser un medio para lograr la igualdad a ser un fin en sí mismo. Y lo que se aprenda en la escuela, importa menos que el hecho de que se haga conforme a los principios del Diseño Universal de Aprendizaje.

Esta preocupación por el modo en el que debe desarrollarse el proceso educativo en las aulas se transfiere casi miméticamente a la forma en la que se produce la evaluación de los resultados de la educación. Hay dos niveles distintos en los que los rendimientos escolares, es decir, los aprendizajes de los alumnos, pueden ser evaluados.

Por una parte, tenemos el nivel individual, en el que los aprendizajes adquiridos por los alumnos determinan las distintas posibilidades de promoción y de titulación. Por otra parte, tenemos el nivel del propio sistema, en el que la evaluación de los aprendizajes de los alumnos sirve para determinar si el sistema ha alcanzado los objetivos propuestos y de esta forma rendir cuentas ante la sociedad. En ambos casos el abordaje de la evaluación se hace desde unos prejuicios que tienen su origen en dos elementos: la creencia de que de la evaluación se puede eliminar su componente sumativo sin que pierda su naturaleza de elemento incentivador del cambio y una comprensión incompleta de la ley de Campbell. Como consecuencia de esta interpretación, la evaluación en la ley se asume, de una manera poco estructurada e incluso contradictoria con las determinaciones que la propia ley establece para promocionar, como exclusivamente formativa.

Podemos concluir que en la ley domina la preocupación respecto del modo en el que debe desarrollarse el proceso educativo más que sobre los contenidos que deben aprenderse. Utilizando las categorías de Biesta, hay una mayor preocupación sobre la socialización que sobre la cualificación. En esta misma línea, cuando se aborda la evaluación de los aprendizajes, se trata de evitar el componente sumativo de la evaluación a favor de los aspectos formativos. Nuestro análisis sin embargo insiste en que tanto la función socializadora como subjetivizadora solo pueden ponerse en acción a través de la función cualificadora. Los alumnos aprenden a ser y aprenden a convivir mientras aprenden algo. No se puede aprender a ser si no se hace el intento de aprender algo. No podemos enseñar a nuestros alumnos a ser si no les enseñamos algo. Son esos contenidos culturales y patrimoniales los que se descuidan en la ley a favor de unas competencias supuestamente más elevadas y despegadas de contenidos concretos. Del mismo modo, la mejora del propio sistema, de los centros y de los profesores, se confía a procesos intencionales de mejora que se reflejan en planes de mejora de centro que se elaborarán como consecuencia de los análisis de los resultados de las evaluaciones que en la ley se proponen. Cuando se trata de los alumnos, los resultados de las evaluaciones deberán permitir a los profesores plantear estrategias de intervención para adaptar su acción a los intereses y condiciones de los sujetos. Se minimiza el componente sumativo y con ello el incentivo que la propia evaluación tiene para que sean los propios alumnos y las familias los que pongan los medios para lograr las mejoras necesarias. Y lo mismo cabe decir de las evaluaciones generales del sistema. Dado que se prohíben expresamente las comparaciones entre centros, la evaluación se convierte en un elemento burocrático que se incorpora a las herramientas de control que la administración, a través de la inspección, ejerce sobre los mismos. Eliminadas las comparaciones y la publicidad que la rendición de cuentas conlleva, se eliminan los incentivos para que los propios centros y los profesores adapten sus planes y sus actuaciones a los resultados de sus evaluaciones. Para tratar de evitar los efectos indeseados que las evaluaciones pueden tener, se elimina el propio mecanismo que hace que la evaluación sea un eficaz instrumento de optimización del sistema. Con relación a los resultados escolares, esta ley es, en consecuencia, el resultado de los supuestos débiles en los que se basa, y, en definitiva, una ocasión perdida de impulsar la mejora del sistema más allá de las declaraciones retóricas.


Cómo citar este artículo: Gaviria, J. L. y Reyero, D. (2022). La transmisión de los contenidos culturales y su evaluación entre los fines del sistema educativo, según la LOMLOE | The transmission of cultural content and its evaluation among the ends of the education system: An analysis of the LOMLOE. Revista Española de Pedagogía, 80 (281), 31-53. https://doi.org/10.22550/REP80-1-2022-06